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“El corazón de tu madre”. Esa fue la ofensa que me lanzó hoy un hermano, con ánimo de herirme. Para él, y para otros que han ofendido a mi difunta madre, aquí va mi respuesta.
Hermano: Hay intención de ofensa y odio en su mensaje. Pero en honor a la verdad, me hace usted un regalo al recordarme a mi progenitora. “El corazón de tu madre!”, dice usted. Yo le doy las gracias, y de paso, le voy a hablar un poco de mi viejita.
Le cuento que mima murió, aquí en Seattle, hace casi cuatro años. Vivió casi un siglo. Tuvo una niñez marcada por el abandono y la pobreza, una existencia de trabajo y de dificultades. Pero, al final de sus días repetía “yo he sido feliz”.
Para ella, la felicidad era ayudar el prójimo. Siempre le tendió la mano a familiares y amigos en Cuba o en Estados Unidos. Aquella mujer humilde siempre tenía algo que darle a sus vecinos en Jaimanitas o en Hialeah.
Desde 1980, año en que llegó a Estados Unidos, siempre se opuso a las sanciones que han castigado a la familia cubana. Recuerdo que, en 2004, cuando Bush implementó las restricciones de viajes familiares, mima fue de las primeras que levantó la voz para exigir la restauración del derecho a visitar a nuestros seres queridos en Cuba.
En aquel entonces (al igual que hoy) yo recibía amenazas de muerte. Mima estaba preocupada. Cuando la visité en Miami, me dijo que quería hablar conmigo. Yo pensé que me iba a pedir que me callara, que dejara la lucha, pero no. “Han hablado muy mal de ti en la radio y la TV de Miami” dijo. Estaba seria. Yo le respondí, “¿Entonces?” Le tire el brazo al hombro y con sentido de culpa agregué, “Lo siento mucho, vieja. No quiero darte preocupaciones”. Pero ella me soltó, “No. No pares. Sigue. Si esa gente tan mala está hablando mal de ti, es porque algo lindo y bueno estás haciendo. Estoy muy orgullosa mi’jo. Dios te bendiga”. Y me abrazó y me dio un beso que aún me dura. Esa era mi madre.
Como le dije, mima murió aquí en Seattle, rodeada de nietos, sobrinos y de seres queridos. Dos días antes de partir, solemne, me dijo: “Te quiero pedir dos cosas. Una, que, cuando llegue mi hora, me pongas de cara al sol. Como Martí. Tú sabes”. “Entiendo” le respondí (era martiana hasta la médula). “¿Y qué otra cosa quieres?” le dije medio apesadumbrado, pues el tema me había puesto triste. Ella me respondió, “Ocúpate de la familia en Cuba” (mi vieja tenía una hermana en la Isla, a quien le mandaba dinero cada mes).
Le dije que sí, que por supuesto velaría por su hermana. Pero mi madre me aclaró, “Por ella sola no, por toda la familia”. A esa altura pensé que aquella anciana enferma, con tantos achaques y medicamentos, estaba divagando. “Pura”, le aclaré, “la única familia que tienes en Cuba es tu hermana Marta”. Pero ella sonrió y aclaró “No, mi’jo, no. En Cuba tengo once millones de hermanas y hermanos. De esa familia es de la que te estoy hablando”.
Entonces, vea usted hermano odiador, qué clase de madre yo tenía. Ausente hoy, pero a la vez, tan presente, que todavía ando ¡hasta el último aliento de mi vida! cumpliendo sus deseos:
¡Ayudar a la familia cubana¡ ¡Auxiliar a los once millones de hermanos y hermanas que tengo en Cuba!
¡Ese era el corazón de mi madre, hermano! ¡Ese era el corazón de mi madre! Gracias por recordármelo.
Carlos Lazo
Organizador de Puentes de amor.